M.G.Cienfuegos
Me
gusta la Navidad ,
la Navidad
antigua, la de siempre, la de belenes y villancicos, la de las felicitaciones y
lotería escuchada por la radio. Aunque antes rimaba mejor la peseta que ahora
el euro en las voces de los niños del colegio de San Ildefonso. Digo peseta, no
antiguas pesetas, que algunos se empeñan con ese enunciado. La peseta ni es antigua
ni es moderna, es peseta y ya está.
Me
gusta la Navidad
-no las navidades- de los nacimientos con montes de corcho y musgo. Con
figuritas de pastores y papel de plata simulando un río lleno de peces al que
acuden las lavanderas. La
Navidad del turrón, los alfajores, la de los aguinaldos, los
polvorones, mantecados y la de las otras figuritas, las de mazapán. La Navidad de pueblo, de
familia e infancia. La Navidad
de memoria clara, alrededor de la aparición de un niño, que simboliza a todos
los niños.
Decir
Navidad es evocar la memoria de mi infancia que recorre de arriba abajo los
espacios del recuerdo de aquellos días, de esta mi generación, que tanto
castigó diciembre las manos por las secuelas de aquellos sabañones, bajo un
frío que curtía y helaba la piel de nuestras piernas expuestas a la intemperie
ante el desamparo causado por unos pantalones cortos.
No
quiero ni puedo renunciar a la herencia de siglos de esta fiesta alborozada que
celebra el momento en el que comenzó, allá en Belén, la experiencia de amor,
generosidad y entrega que nos ha enseñado el código moral en el que nos
reconocemos más plenos y más libres, participando en un rito colectivo que
funde lo mejor de lo que somos y, sobre todo, de lo que hemos sido capaces de
ser.
Nacimiento
y manifestación, que nos provoca una leve sonrisa en el recuerdo de las heladas
sufridas por aquel gallo hermoso, no el de la pasión, no el que avisó a san
Pedro para que echase unas lágrimas, ese no, este otro, firme, fuerte,
estirado, serio -como un buen gallo de corral- con aguzados espolones,
encaramado en lo alto del chozo que cubría la fuente de granito, gris, sosa y
simplona de la inmerecida plaza de España que desacertadamente nos hicieron,
proclamándonos, con su ferviente y claro “kikirikí”, que el niño Dios nace a
eso de la media noche.
Llegado
ese tiempo emprendíamos veloz carrera para buscar una ronda con sonido de
guitarra y olor a aguardiente. Porque allí entre las chinas y los rollos,
comadres, suegras, cuñadas, muchachos y muchachas; hombres viejos, nuevos y
pimpollos. Allí, en la calle de Arriba, todos cantaban bajo el compás del
sonido ronco, áspero, rudo y grave de una zambomba. Sacaban mantones de seda y
abrían las puertas de sus casas importándoles muy poco que el pellejo de
aquella zambomba se rompiera por la inmensa alegría de quien nace, llega y trae
tantas esperanzas. Para que dentro de poco el silencio nos traiga una cruz de
plata de miércoles santo, que nos diga que el niño se ha hecho hombre y
nazareno, que sin fuerzas sube la cuesta de esa calle haciendo la ronda de su
pasión hacia el Gólgota, recordándonos con su mirada que una madrugada
transparente y fría, allá por diciembre, quiso hacerse carne habitando desde
entonces entre nosotros.
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