martes, 18 de diciembre de 2012

POR LA CALLE DE ARRIBA



M.G.Cienfuegos
  
Me gusta la Navidad, la Navidad antigua, la de siempre, la de belenes y villancicos, la de las felicitaciones y lotería escuchada por la radio. Aunque antes rimaba mejor la peseta que ahora el euro en las voces de los niños del colegio de San Ildefonso. Digo peseta, no antiguas pesetas, que algunos se empeñan con ese enunciado. La peseta ni es antigua ni es moderna, es peseta y ya está.
Me gusta la Navidad -no las navidades- de los nacimientos con montes de corcho y musgo. Con figuritas de pastores y papel de plata simulando un río lleno de peces al que acuden las lavanderas. La Navidad del turrón, los alfajores, la de los aguinaldos, los polvorones, mantecados y la de las otras figuritas, las de mazapán. La Navidad de pueblo, de familia e infancia. La Navidad de memoria clara, alrededor de la aparición de un niño, que simboliza a todos los niños.
Decir Navidad es evocar la memoria de mi infancia que recorre de arriba abajo los espacios del recuerdo de aquellos días, de esta mi generación, que tanto castigó diciembre las manos por las secuelas de aquellos sabañones, bajo un frío que curtía y helaba la piel de nuestras piernas expuestas a la intemperie ante el desamparo causado por unos pantalones cortos.
No quiero ni puedo renunciar a la herencia de siglos de esta fiesta alborozada que celebra el momento en el que comenzó, allá en Belén, la experiencia de amor, generosidad y entrega que nos ha enseñado el código moral en el que nos reconocemos más plenos y más libres, participando en un rito colectivo que funde lo mejor de lo que somos y, sobre todo, de lo que hemos sido capaces de ser.
La Navidad compartida con la familia, con los nuestros, en la cena de la Nochebuena y en la comida del día de Navidad. Navidad bajo el olor intenso a matanza, a tripa y especias. Navidad bajo la niebla que sale para hacerse incienso difuminado de Pascua. Navidad del pavo que espera ser sacrificado. La de los petardos atronadores desprendiendo olor a pólvora, metiendo el susto en el cuerpo. La de las estrellas de purpurina que fijan su mirada hacia Oriente.
Nacimiento y manifestación, que nos provoca una leve sonrisa en el recuerdo de las heladas sufridas por aquel gallo hermoso, no el de la pasión, no el que avisó a san Pedro para que echase unas lágrimas, ese no, este otro, firme, fuerte, estirado, serio -como un buen gallo de corral- con aguzados espolones, encaramado en lo alto del chozo que cubría la fuente de granito, gris, sosa y simplona de la inmerecida plaza de España que desacertadamente nos hicieron, proclamándonos, con su ferviente y claro “kikirikí”, que el niño Dios nace a eso de la media noche.
Llegado ese tiempo emprendíamos veloz carrera para buscar una ronda con sonido de guitarra y olor a aguardiente. Porque allí entre las chinas y los rollos, comadres, suegras, cuñadas, muchachos y muchachas; hombres viejos, nuevos y pimpollos. Allí, en la calle de Arriba, todos cantaban bajo el compás del sonido ronco, áspero, rudo y grave de una zambomba. Sacaban mantones de seda y abrían las puertas de sus casas importándoles muy poco que el pellejo de aquella zambomba se rompiera por la inmensa alegría de quien nace, llega y trae tantas esperanzas. Para que dentro de poco el silencio nos traiga una cruz de plata de miércoles santo, que nos diga que el niño se ha hecho hombre y nazareno, que sin fuerzas sube la cuesta de esa calle haciendo la ronda de su pasión hacia el Gólgota, recordándonos con su mirada que una madrugada transparente y fría, allá por diciembre, quiso hacerse carne habitando desde entonces entre nosotros.

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