viernes, 6 de mayo de 2011

RESURRECCIÓN (De Alfonso Pinilla García)


El sentido profundo de la Resurrección no tiene nada que ver con “la magia”, “lo sobrenatural”, “el espectáculo milagrero” o “la superstición ultraterrena”. No es una historia de fantasmas que se aparecen por las rendijas de la noche. No es ciencia ficción ni es propaganda increíble, no es una superproducción hollywoodiense aderezada de efectos especiales. No es capricho romántico de un evangelista con imaginación.

La Resurrección es re-nacimiento tras la muerte. Pero no tanto re-nacimiento físico tras la muerte física, como re-nacimiento espiritual tras abandonar una vida previa marcada por la dictadura de lo material y el sino del egoísmo. Resucitar es nacer a la vida (y a la vía) de la solidaridad y la generosidad. Es, en fin, la muerte del yo ensimismado y la emergencia del yo altruista, del amor con mayúscula, verdadera fuerza motriz de nuestra fe y sentido primero y último de nuestro Dios cristiano.

Jesús le dice a Nicodemo precisamente esto: que la Resurrección es un renacer del Espíritu, un acto que desciende a las profundidades del yo, trascendiendo las superficialidades de la vida vana, evanescente y fugaz. Porque si el hombre se entretiene con lo marchitable y olvida lo perdurable, si las sensaciones obnubilan el espíritu nos habremos convertido en figura de calidoscopio, tan distinta en cada instante, tan fugaz como superficial, tan atractiva formalmente como vacía moralmente.

El hombre –fuego de artificio, caricatura de sí mismo cuando cae presa del “carpe diem”– sólo saboreará la eternidad si conquista la paz consigo mismo. Si conquista, en definitiva, esa serenidad interior que sólo es posible  mediante un proceso de extraversión, de volcado hacia fuera, de servicio desinteresado a los demás. Con la Pasión, Cristo abandona la vida terrena, esclava de materialidades, entregándose absolutamente y perdonando a sus enemigos. Ejemplo total, en fin, de servicio y sacrificio por todos, incluso por quienes lo asesinaron clavándolo en una cruz.

Nunca llegaremos nosotros, pobres hombres, a este supremo gesto de entrega reflejado en la Pasión, pero sirva el ejemplo de Jesús como línea ejecutoria a seguir, como comportamiento al que debería tenderse a pesar de nuestras flaquezas y pobrezas.

Parafraseando a Ortega, Jesús es como el punto cardinal llamado “Este”. Nunca llegas al Este, porque siempre habrá una ciudad, un pueblo, un paraje al Este… del Este. El ejemplo de la vida y muerte de Jesús debe ser para nosotros camino de imitación y perfección, pues Cristo no abre sus brazos para ofrecernos un lecho donde dormir la plácida siesta, sino que su Cruz invita a la lucha diaria, al movimiento continuo hacia el verdadero amor sin reservas.

Nunca igualaremos el nivel de entrega que Jesús nos demostró en la Cruz, pero seremos mejores si nuestros pasos se dirigen a alcanzarlo. Nunca llegaremos al Este, pero iremos hacia el Este si caminamos mirando al lugar por donde nace el sol. Jesús es sol, luz, nacimiento a una nueva vida Espiritual que sólo se rige por el Amor al otro, por el servicio al otro, por la entrega –incluso– al enemigo.

Siempre me ha llamado la atención el hecho de que ni siquiera sus discípulos reconocieran a Jesús cuando éste empezó a aparecérseles. “¿Quién eres?”, preguntaban a esa figura “deslumbrante” surgida de las tinieblas.

No lo conocían porque no habían visto con los ojos del amor a Jesús. No lo conocían porque olvidaron que resucitar es amar, simple y llanamente, a manos llenas. Muertos en el egoísmo, ajenos al altruismo, era Jesús para ellos un absoluto desconocido.



Alfonso Pinilla García
Hermano


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