jueves, 29 de diciembre de 2011

NAZARENO (De Manuel García Cienfuegos)






“Año tras año, generación tras generación, siglo tras siglo, la figura portentosa del Nazareno se acerca fiel a la cita con los mayores, con los de ahora, con los del futuro, queriendo cimentar así la razón de ser de sus expresiones. Porque los unos y los otros, los antiguos y los que se incorporan, creen en Dios, a quien en su honor, rinden y tributan culto.”

En la calle hace un frío nublado. Dentro, proyectada por unos cirios, habita una luz suave y cálida. Fuera todo se inunda por la prisa y el ruido. Dentro se percibe la mirada de siglos y de quietud. En la calle se le esconde o se le injuria. Dentro silencio, paz y emoción. Fuera muchos se arrugan refugiados en lo políticamente correcto ocultando su rostro. Dentro se manifiesta en pie, con un paso al frente y mirando a quien lo mira. ¡Jesús Nazareno! Su mansedumbre es la del cordero llevado al sacrificio, su dulzura lo dice casi todo “Quédate aquí y reza conmigo”.
Olor y luz de iglesia antigua, siempre igual, callada, exacta, como el tiempo le ha ido enseñando. Nada surge porque sí, todo debe estar en función del ser, del carisma labrado por una devoción. Iglesia vieja, fabricada por los siglos. Junto a ella unas habitaciones dispuestas a modo de pequeño, austero y sencillo establecimiento hospitalario. Enfermos, transeúntes, indigentes, menesterosos, necesitados y pobres de solemnidad acudían a él buscando socorro a sus necesidades, que les procuraban y prestaban los hijos de la congregación hospitalaria de Jesús Nazareno, fundada por el venerable emeritense padre Cristóbal de Santa Catalina. Sus caridades regentaron aquel centro movidos por la huella del culto, la caridad y la beneficencia. Acciones inseparables que dieron una respuesta social bajo la memoria evangélica de los sufrimientos de la pasión de Cristo.
Año tras año, generación tras generación, siglo tras siglo, la figura portentosa del Nazareno se acerca fiel a la cita con los mayores, con los de ahora, con los del futuro, queriendo cimentar así la razón de ser de sus expresiones. Porque los unos y los otros, los antiguos y los que se incorporan, creen en Dios, a quien en su honor, rinden y tributan culto. Porque la fe de nuestros mayores no es una fe vieja por sus muchos siglos. Es fe antigua y renovada por cada uno en su aceptación personal diaria.
Llegada esa hora precisa, rito de la vieja usanza, los hermanos del Nazareno, llamado por el nombre de su tierra y de su gente -también a muchos nos llaman así porque le seguimos desde siglos- dan público testimonio de su fe al traspasar el umbral del templo, saliendo fuera, a la calle, dentro de una de las más hermosas celebraciones que se conocen, la Semana Santa, que es mucho más que aquello a lo que tantas veces se la quiere reducir. Porque quedarse en la mera apariencia es, además de inexacto e injusto, querer empobrecerla.
Fuera, en el exterior, en estos tiempos en los que la superficialidad nos azota inundándonos, quizá sólo se quiera atender a la apariencia o frivolizar sus expresiones prescindiendo del sentido religioso que les da fundamento cuando, sin éste, toda belleza, emoción o solemnidad sería solamente metal que suena o campana que retiñe. Pura fanfarria y estrépito hueco. Porque las calles y los días han puesto carne de amistad y sangre de pertenencia a esta fiesta sagrada, trenzando a Dios con nosotros en un cordón que nada podrá romper. Mientras, el Nazareno avanza imperturbable, ajeno, clavándonos aún más su mirada, haciendo verdad aquella profecía “caminaré entre vosotros, yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo”.
Allí, en la iglesia vieja, antigua, su rostro, su cara, la del Nazareno, la de Dios Padre, que manifiesta la ternura y la impaciencia del padre del hijo pródigo, al que casi se le saltan las lágrimas cuando nos ve llegar, cuando ve que nos acercamos a Él. Rostro amable y dulce como el horizonte de la vida eterna. Pero rostro también marcado por nuestras grietas, desconchado por los golpes, durante tres siglos, como las encaladas paredes de la fachada de su hospital, que frecuentaron tantos enfermos, desheredados y pobres, abandonados por el estorbo y la indiferencia de los hombres.
Cada mirada es una oración al Nazareno, tan carne nuestra y de los nuestros, tan metido en nuestras entrañas, tan unido a nuestras vidas desde antes de nuestra memoria más antigua, que sólo podemos decirle “desde el seno me arrojaron a ti, desde el vientre materno tú eres mi Dios”.
Sus manos, sus benditas manos. Las manos que crearon y dibujaron. Las manos que manejaron la sierra, el formón, la garlopa, el martillo, los clavos y trabajaron la madera. Las manos del Nazareno, las de Dios Espíritu Santo, porque en ellas está el poder, el imperio y la gloria, que abrazan por cetro la cruz. Manos que nos ofrecen los dones de su Espíritu: la Sabiduría y el Entendimiento; su Consejo, su Fortaleza y su Ciencia. El santo temor de Dios y su Piedad, el nombre de su bendita Madre, que no es otra cosa que recordarnos, que todos ellos, sus dones, nos llevan a un único sentido, Amor y Perdón.
Y en su paso al frente, en su forma de andar, el de Dios Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Un paso que alcanza el espacio que nos marca nuestra brújula imantada por los recuerdos. Paso que lucha, que cae, que llora, que tiene hambre. Su caminar nos apremia, nos llama a no permanecer ambiguos ante la vida, frente a la injusticia. Su forma de andar nos interpela a que lo hagamos con firmeza, encarnándonos en la realidad de los hombres.
¿Quién como tú, Nazareno? ¿Qué gesto como el tuyo, es capaz de aunar tanta bondad, tanto poder, tan alta majestad? ¿Qué abrazo como el tuyo, que abarca todo el dolor del mundo, lo asciende, lo sublima, lo purifica, lo serena? ¿Qué mirada como la tuya que ve la Pasión desde la Resurrección, ya símbolo sereno de un dolor pasado?
Jesús Nazareno, por tu rostro, tu mirada, tus manos, tus benditas manos, y tu paso; tu forma de andar, de caminar, eres Dios total que sale a nuestro encuentro. Al encuentro de cada uno de nosotros. Al encuentro de quienes reciben malos tratos, de los que se drogan, los parados, los heridos por tantas cosas, los que se asoman, los que se agarran como la hemorroisa en medio de la muchedumbre, los que mueren ahogados de cansancio. Porque sabemos que aunque nos abandone el cariño de la familia, de los padres, de los esposos o los hijos; aunque nos abandone el trabajo, la suerte o hasta la salud, sabemos que Jesús Nazareno no nos olvidará jamás. Porque quien se acerca a Él termina por acercarse al hombre aplastado, destruido, golpeado. Porque cada hombre que sufre, cada joven que siente el dolor de su corazón vacío, cada anciano que calla y muere en su soledad, cada adolescente que camina perdido en su confusión, cada niño no nacido que grita sin que nadie le oiga en su muerte... es Jesús Nazareno.
Ahora, con el paso del tiempo, vuelvo al refugio, al sosiego, a la paz, bajo la sombra del árbol de la Pasión, embelesándome con las nostalgias entrañables que se disiparon. El exterior del templo antiguo, viejo, arde abrasado por el aire solano. El calor flagela, preludio de horas de siesta, cual pozo repleto de melancolías. Tiempo de apreturas que avanza sin remisión camino del estío. Dentro oscuridad y limpieza, como patio recién regado, ungido bajo un aire tibio, dorado y transparente. En el ambiente, olor fresco y claro de los portales antiguos.
Allí otra vez, frente a frente, en la soledad y el silencio, en el camino corto de la memoria, recordando cómo se esfumaron con solemnidad los días de penitencia, recogimiento y clausura. Allí otra vez, ante el Nazareno, el Dios hecho hombre, vivo, muerto y resucitado, evocando las palabras de San Agustín “Y partióse de nuestros ojos para que regresemos al corazón y allí lo encontremos”.
Allí, en su casa, en la casa de Dios, en la que Él nos aguarda. Allí donde la lámpara del sagrario siempre está encendida, iluminando el corazón del amor más grande. Allí, sin cruz, entre el olor y la luz de iglesia antigua, le pedimos que en su forma de andar, en su caminar, en el amor y perdón de su rostro, y en la fuerza de sus manos, esté siempre a nuestro lado, de nuestra parte. Porque tenemos absoluta confianza en su palabra, de quien nos fiamos por entero. Por eso le pedimos que en la pérdida, en la confusión, cuando nos invada el pánico de la hora extrema, nos llene del misterio de paz que su imagen representa. Porque Él, Dios, se ha hecho carne y es Nazareno entre nosotros.




Manuel García Cienfuegos
Cofrade y Ex-Hermano Mayor del Santo Entierro

(Artículo fue publicado en el periódico Crónicas de un Pueblo,
 número 29, abril 2007, pág. 6)

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