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En la calle hace un frío
nublado. Dentro, proyectada por unos cirios, habita una luz suave y cálida.
Fuera todo se inunda por la prisa y el ruido. Dentro se percibe la mirada de
siglos y de quietud. En la calle se le esconde o se le injuria. Dentro silencio,
paz y emoción. Fuera muchos se arrugan refugiados en lo políticamente correcto
ocultando su rostro. Dentro se manifiesta en pie, con un paso al frente y
mirando a quien lo mira. ¡Jesús Nazareno! Su mansedumbre es la del cordero
llevado al sacrificio, su dulzura lo dice casi todo “Quédate
aquí y reza conmigo”.
Olor y luz de iglesia
antigua, siempre igual, callada, exacta, como el tiempo le ha ido enseñando.
Nada surge porque sí, todo debe estar en función del ser, del carisma labrado
por una devoción. Iglesia vieja, fabricada por los siglos. Junto a ella unas
habitaciones dispuestas a modo de pequeño, austero y sencillo establecimiento
hospitalario. Enfermos, transeúntes, indigentes, menesterosos, necesitados y
pobres de solemnidad acudían a él buscando socorro a sus necesidades, que les
procuraban y prestaban los hijos de la congregación hospitalaria de Jesús
Nazareno, fundada por el venerable emeritense padre Cristóbal de Santa
Catalina. Sus caridades regentaron aquel centro movidos por la huella del culto,
la caridad y la beneficencia. Acciones inseparables que dieron una respuesta
social bajo la memoria evangélica de los sufrimientos de la pasión de Cristo.
Año tras año, generación
tras generación, siglo tras siglo, la figura portentosa del Nazareno se acerca
fiel a la cita con los mayores, con los de ahora, con los del futuro, queriendo
cimentar así la razón de ser de sus expresiones. Porque los unos y los otros,
los antiguos y los que se incorporan, creen en Dios, a quien en su honor,
rinden y tributan culto. Porque la fe de nuestros mayores no es una fe vieja
por sus muchos siglos. Es fe antigua y renovada por cada uno en su aceptación
personal diaria.
Llegada esa hora precisa,
rito de la vieja usanza, los hermanos del Nazareno, llamado por el nombre de su
tierra y de su gente -también a muchos nos llaman así porque le seguimos desde
siglos- dan público testimonio de su fe al traspasar el umbral del templo,
saliendo fuera, a la calle, dentro de una de las más hermosas celebraciones que
se conocen, la
Semana Santa , que es mucho más que aquello a lo que tantas veces
se la quiere reducir. Porque quedarse en la mera apariencia es, además de
inexacto e injusto, querer empobrecerla.
Fuera, en el exterior, en
estos tiempos en los que la superficialidad nos azota inundándonos, quizá sólo
se quiera atender a la apariencia o frivolizar sus expresiones prescindiendo
del sentido religioso que les da fundamento cuando, sin éste, toda belleza,
emoción o solemnidad sería solamente metal que suena o campana que retiñe. Pura
fanfarria y estrépito hueco. Porque las calles y los días han puesto carne de
amistad y sangre de pertenencia a esta fiesta sagrada, trenzando a Dios con
nosotros en un cordón que nada podrá romper. Mientras, el Nazareno avanza
imperturbable, ajeno, clavándonos aún más su mirada, haciendo verdad aquella
profecía “caminaré entre vosotros, yo seré
vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo”.
Allí, en la iglesia vieja,
antigua, su rostro, su cara, la del Nazareno, la de Dios Padre, que manifiesta
la ternura y la impaciencia del padre del hijo pródigo, al que casi se le
saltan las lágrimas cuando nos ve llegar, cuando ve que nos acercamos a Él.
Rostro amable y dulce como el horizonte de la vida eterna. Pero rostro también
marcado por nuestras grietas, desconchado por los golpes, durante tres siglos,
como las encaladas paredes de la fachada de su hospital, que frecuentaron
tantos enfermos, desheredados y pobres, abandonados por el estorbo y la
indiferencia de los hombres.
Cada mirada es una oración
al Nazareno, tan carne nuestra y de los nuestros, tan metido en nuestras
entrañas, tan unido a nuestras vidas desde antes de nuestra memoria más
antigua, que sólo podemos decirle “desde
el seno me arrojaron a ti, desde el vientre materno tú eres mi Dios”.
Sus manos, sus benditas
manos. Las manos que crearon y dibujaron. Las manos que manejaron la sierra, el
formón, la garlopa, el martillo, los clavos y trabajaron la madera. Las manos
del Nazareno, las de Dios Espíritu Santo, porque en ellas está el poder, el
imperio y la gloria, que abrazan por cetro la cruz. Manos que nos ofrecen los
dones de su Espíritu: la
Sabiduría y el
Entendimiento; su Consejo, su Fortaleza y su Ciencia. El santo temor de Dios y
su Piedad, el nombre de su bendita Madre, que no es otra cosa que recordarnos,
que todos ellos, sus dones, nos llevan a un único sentido, Amor y Perdón.
Y en su paso al frente, en
su forma de andar, el de Dios Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Un paso
que alcanza el espacio que nos marca nuestra brújula imantada por los
recuerdos. Paso que lucha, que cae, que llora, que tiene hambre. Su caminar nos
apremia, nos llama a no permanecer ambiguos ante la vida, frente a la
injusticia. Su forma de andar nos interpela a que lo hagamos con firmeza,
encarnándonos en la realidad de los hombres.
¿Quién como tú, Nazareno?
¿Qué gesto como el tuyo, es capaz de aunar tanta bondad, tanto poder, tan alta
majestad? ¿Qué abrazo como el tuyo, que abarca todo el dolor del mundo, lo
asciende, lo sublima, lo purifica, lo serena? ¿Qué mirada como la tuya que ve la
Pasión desde la
Resurrección , ya símbolo sereno de un dolor pasado?
Jesús Nazareno, por tu
rostro, tu mirada, tus manos, tus benditas manos, y tu paso; tu forma de andar,
de caminar, eres Dios total que sale a nuestro encuentro. Al encuentro de cada
uno de nosotros. Al encuentro de quienes reciben malos tratos, de los que se
drogan, los parados, los heridos por tantas cosas, los que se asoman, los que
se agarran como la hemorroisa en medio de la muchedumbre, los que mueren
ahogados de cansancio. Porque sabemos que aunque nos abandone el cariño de la
familia, de los padres, de los esposos o los hijos; aunque nos abandone el
trabajo, la suerte o hasta la salud, sabemos que Jesús Nazareno no nos olvidará
jamás. Porque quien se acerca a Él termina por acercarse al hombre aplastado,
destruido, golpeado. Porque cada hombre que sufre, cada joven que siente el
dolor de su corazón vacío, cada anciano que calla y muere en su soledad, cada
adolescente que camina perdido en su confusión, cada niño no nacido que grita
sin que nadie le oiga en su muerte... es Jesús Nazareno.
Ahora, con el paso del
tiempo, vuelvo al refugio, al sosiego, a la paz, bajo la sombra del árbol de la
Pasión , embelesándome con las nostalgias entrañables que se
disiparon. El exterior del templo antiguo, viejo, arde abrasado por el aire
solano. El calor flagela, preludio de horas de siesta, cual pozo repleto de
melancolías. Tiempo de apreturas que avanza sin remisión camino del estío.
Dentro oscuridad y limpieza, como patio recién regado, ungido bajo un aire
tibio, dorado y transparente. En el ambiente, olor fresco y claro de los
portales antiguos.
Allí otra vez, frente a
frente, en la soledad y el silencio, en el camino corto de la memoria,
recordando cómo se esfumaron con solemnidad los días de penitencia,
recogimiento y clausura. Allí otra vez, ante el Nazareno, el Dios hecho hombre,
vivo, muerto y resucitado, evocando las palabras de San Agustín “Y
partióse de nuestros ojos para que regresemos al corazón y allí lo encontremos”.
Allí, en su casa, en la casa
de Dios, en la que Él nos aguarda. Allí donde la lámpara del sagrario siempre
está encendida, iluminando el corazón del amor más grande. Allí, sin cruz,
entre el olor y la luz de iglesia antigua, le pedimos que en su forma de andar,
en su caminar, en el amor y perdón de su rostro, y en la fuerza de sus manos,
esté siempre a nuestro lado, de nuestra parte. Porque tenemos absoluta
confianza en su palabra, de quien nos fiamos por entero. Por eso le pedimos que
en la pérdida, en la confusión, cuando nos invada el pánico de la hora extrema,
nos llene del misterio de paz que su imagen representa. Porque Él, Dios, se ha
hecho carne y es Nazareno entre nosotros.
Manuel García Cienfuegos
Cofrade y Ex-Hermano Mayor
del Santo Entierro
(Artículo fue publicado en
el periódico Crónicas de un Pueblo,
número 29, abril 2007,
pág. 6)
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