Tras llamar,
al otro lado, se oye una voz suave y tierna: ¡Ave María Purísima! Para
responder: ¡Sin pecado fue concebida! Por la rendija del torno nos llega un
olor a costrada, mantecados y corazones de almendra. Mientras, con paciencia,
permanecemos a la espera.
Manuel
García Cienfuegos
“Regina sine
labe originale concepta. Ora pro nobis” “Reina concebida sin pecado original”.
Ruega por nosotros. ¿Cuántas letanías habrán escuchado a lo largo de más de
trescientos años los muros que acogen el coro del convento? Y siempre el
saludo, ¡Ave María Purísima! para responder ¡Sin pecado fue concebida! Hasta el
ciprés de la huerta al terminar el rezo de la hora en el coro lo proclama
traspasando las tapias. Y así todo el año, siempre, en permanente prólogo de
Pregón de Navidad. El saludo quiere recordarnos que llegado este tiempo. A la
Pura y Limpia, la que está junto al Guadiana, Santa María de Barbaño, pronto,
dentro de unos días, le llegarán los dolores de parto, dando luz al que nos
trae las esperanzas que nos anticipa el salmista en acertadísima profecía, “Amor
y Verdad se han dado cita, Justicia y Paz se abrazan; la Verdad brotará de la
tierra, y de los cielos se asomará la Justicia” (Sal 84, 11-12).
Así, bajo el
saludo inmaculado, sin mancha, me entrego ahora al gratificante oficio del
manejo de la gubia, que labra y esculpe, hinca, clava y perfora la palabra.
Aguardando en este tiempo de expectación ahora inaugurado que la otra Palabra
llegue y acampe entre nosotros.
La aldea de
Nazaret acogió a aquella humilde familia. En una pequeña casa limpia, la luz se
devanaba por la ventana del taller, haciendo gala de un verismo encantador por
la intimidad familiar contagiada de alegría. María tejía hilo para hacer un
paño. El hogar se encontraba recién ungido, como lavado de gracia y en tamaño
de rocío evangélico. El viejo oficio de carpintero se hacía obra y rezo en
compañía. Cerca sonaba, leve, la cocina ¡Dios anda entre pucheros! Anticipo,
adelanto de aquel pensamiento que siglos después tuviera Madre Teresa de Ávila.
Aquella mujer mística, espiritual, contemplativa, entregada a la vida
conventual, se apresuraba en señalar y educar a sus hijas, las novicias, que “entre
los pucheros anda el Señor” queriendo expresar que en las tareas aparentemente
ordinarias de los quehaceres de la cocina, esto es, en medio de la vida, se
hace presente el Señor, el que ahora viene, llega y nace, interpelándonos a que
le sigamos.
Llamada,
vocación, entrega, servicio a Dios, es lo que debieron sentir y entender las
religiosas clarisas franciscanas del convento de Nuestro Señor del Pasmo de
Montijo, abrazando la vida consagrada,
entregándose a la radicalidad evangélica, al carisma y forma de vida de Clara y
Francisco de Asís. Para quienes la humildad es pobreza de espíritu,
convirtiendo esa pobreza en obediencia, en servicio y deseos de darse sin
límites a los demás.
No me duelen
prendas en proclamar, a través del oficio de los trazos de la artesana
carpintería de la palabra, que recibí de estas vírgenes consagradas los mejores
consejos y virtudes cristianas cuando rozaba la adolescencia, uniéndome con
ellas desde entonces, hace de ello cuarenta años, algo más que una agradable
amistad.
Oración,
pobreza y penitencia vivida bajo la contemplación y el retiro conventual, son
un maravilloso testimonio, un ejemplo que nos recuerda con su estilo de vida la
fugacidad de los bienes temporales y la perennidad de los valores del espíritu.
Un día, en
aquellas visitas que solía hacer al convento en las tardes de los domingos, me
encontré detrás de las dos rejas y el muro, que limitaban entonces el
locutorio, con una religiosa que ha gobernado la casa como abadesa durante
muchos años, Madre Isabel de Jesús, con quien he fraguado afecto, cariño,
aprecio y veneración hacia su persona. Una mujer fuerte, incansable, tenaz,
luchadora, trabajadora, apasionada, entregada hacia sus hermanas. Una mujer de
Dios. Una religiosa contemplativa, una hija de Santa Clara sacrificada por y
para el convento, con quien he colaborado cada vez que ella me lo ha
solicitado. Siempre por cada servicio prestado, su frase, la frase de Madre
Isabel ¡Dios te lo pague!
Bajo ese
tiempo largo en el que Madre Isabel ejerció el cargo de abadesa, sería cuando
la comunidad decidió sacar como forma de vida, aliviando así el ahogo y asfixia
económica, su más rica tradición, nacida de fórmulas y recetas no escritas,
mantenida y transmitida durante siglos. Un legado de repostería de unas mujeres
dadas a Cristo, que ponen su paciencia, su sabiduría y sobre todo su amor, a la
hora de confeccionar los manjares que llenarán las bandejas de nuestras casas
al calor de la Navidad.
El viejo
torno del convento, ese pequeño zaguán que separa las cosas de este mundo con
la otra vida nada fácil de sacrificio, entrega, oración y contemplación,
desprende durante estos días el mejor de los olores posibles de la Navidad. Por
él pasa el sabor dulce, delicioso, exquisito y agradable que nos pregona en
actitud sencilla, en cada una de las piezas de su extenso y variado surtido “Corazones
de almendra, costrada, mazapán, mantecados, alfajores, turrón, pasteles de
gloria, bombones, roscas de almendra…”, que el Niño Dios nace en un portal de
Belén. Acompañado por el saludable sonar de una campanilla, que en su tintineo
nos anuncia ¡Paz y Bien!
Manifiesta
expresión que se recapitula en el escudo de la orden franciscana: “Dos brazos,
uno desnudo, el de Cristo; el otro, el de San Francisco, vestido. Encima de
ellos la cruz”. Asido, cosido, amarrado, unido, entregado hacia el amor y por
el amor. Renuncia, pobreza, obediencia, humildad, entrega, desprendimiento…
sólo Dios.
Así, todos
los años, las religiosas clarisas de Montijo se acercan en estas fechas a
nuestras casas para decirnos que la Navidad es el encuentro más íntimo de Dios
con el hombre. Dios se hace hombre como nosotros para hacernos así hijos de
Dios.
Porque Dios,
manifestado en el niño que llega, en realidad nace cuando la luz, el incienso y
el gozo se hagan silencio, para escuchar el rechinar y crujido de una cruz que
lo acoge ya hecho hombre y Rey. Quien desde arriba gotea y empapa con su sangre
dando su vida por los demás, sobre el monte intacto de corcho del belén de los
fríos del mes de diciembre.
Ahí empieza
todo. Dios hecho hombre como nosotros, se deja llevar hasta la muerte. Se
rebaja tanto que entrega todo. Se entrega asimismo. Llegó pobre, sin nada,
apareciendo en un pesebre. Se marchó sin nada, pobre, cosido y taladrado a un
madero. ¡Todo, absolutamente todo por nuestra salvación!
Que el Señor
que ahora viene, llega y nace; el que traspasa todos los días el viejo torno
del convento; el que anda entre el más dulce surtido de la Navidad, el que
acampa en medio de la vida, traiga la paz para todos.
Ahora debo
dejar de escribir, que es lo prudente. Feliz Navidad.
Artículo
publicado en noviembre de 2007 en Crónicas de un Pueblo
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